Diecisiete años antes, en 1941, tras venir de un paseo por el campo con su perro, el ingeniero suizo George de Mestral descubrió lo complicado que resultaba despegar de sus pantalones y del pelo de su perro los frutos de unas plantas llamadas Arctium bardana y los de otra planta conocida como arrancamoños.
Tras comprobar la existencia de un gancho en el final de sus púas o espinas se le ocurrió inventar un sistema de cierre y apertura fácil, simple, sencillo, preciso, conciso y macizo. Este consistía en dos cintas de tela que debían coserse o pegarse en las superficies a unir. Una de las cintas poseía unas pequeñas púas flexibles que acaban en forma de gancho y que por simple presión se enganchaban a la otra cinta cubierta de fibras enmarañadas que formaban lazos y que permitían el agarre.
El nombre del producto provino de las palabras francesas velours y crochet, que significan terciopelo y ganchillo, respectivamente. A estas alturas, mis apreciados lectores, ya deben haber adivinado al producto que me refiero. Si, un día como hoy se patentizó en los Estados Unidos el Velcro
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